El escritor y científico romano Plinio el Viejo describió los diamantes como potentes antídotos para cualquier veneno, ya que los convertía en inservibles y, además, alejaba los miedos de la mente.
Fundamentada o no, esta creencia se perpetuó a lo largo de la Edad Media, cuando se creía que consumir por vía oral polvo de diamante poseía beneficios para los males de estómago. Se dice que el Papa Clemente VII murió en 1534 tras haber tomado 14 cucharadas de polvo de piedras preciosas sin efecto.
Los diamantes enteros no tendrían mayor problema al atravesar nuestro aparato digestivo, son inocuos y saldrían igual que entraron: sin pena ni gloria. El problema viene cuando se consumen en polvo porque, al pulverizar diamantes, se consiguen partículas de 0,1-100 micras de formas que varían desde bordes aserrados, con forma de anzuelo, con agujeros irregulares u otras concavidades angulares. Se pueden observar al microscopio únicamente, usando aumentos de 300X como mínimo. A simple vista se observa un brillo peculiar, y un tacto terroso al masticar.
Estas astillas microscópicas que se producen al pulverizar diamantes son capaces de producir microerosiones en el tracto digestivo. Así que cuando se consumen con o sin comida, los movimientos peristálticos necesarios para la digestión hacen que entren en contacto con los órganos, llegando a producir perforaciones, hemorragias, infecciones peritoneales e incluso la muerte. Por esta causa durante el Renacimiento Catalina de Médici usó el brillante (y poético) polvo para deshacerse de algunos enemigos.
Fuente:
Mechanical Damage from Ingested Diamond (Freitas, A, 2003), Nanomedicine, Volume IIA: Biocompatibility
"¿Qué ocurrriría si nos tragáramos un diamante?" fue publicado originalmente en la Revista Intersanitaria Nacional Salus.
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